Tormentas
- Enrique Iriso Lerga
En las distintas estaciones del año frecuentan el terruño las tormentas frontales, orográficas o térmicas. El horizonte cambia de color. Nubes grandes, densas y grisáceas enturbian el paisaje. Avanzan sin pausa. Los vendavales vuelan sin rumbo fijo. Giran a velocidades de vértigo. Doblan las ramas de los árboles. Desciende la presión y la temperatura. El oro instantáneo de los relámpagos rebrilla el cielo y anuncia el desorden a distancias de 15 km. Truenos sordos y retumbantes, ondas de choque, avisan que la lluvia o el granizo se acercan al lugar. Tormentas que producen daños imprevistos. Ponen de manifiesto que las infraestructuras no son las idóneas para atajar esta situación de temporal incontrolado: caminos encharcados, alcantarillas obstruidas, campos anegados, cosechas arrasadas, calles desbordadas. El “horribile caelum” que cita el historiador romano Tácito. No queda tiempo para la contemplación serena. Las aves se ocultan. El bosque permanece en reposo. Los rayos resplandecientes caen en los árboles, que no hablan, dejándolos sin hojas y heridos, para posteriormente quemarlos, porque dentro del tronco hay una falta de oxígeno que hace más lenta la combustión. Así, el rayo prefiere al roble, la encina o el chopo antes que al haya, aunque es mejor no cobijarse debajo de los árboles resinosos. Y la oración a Santa Bárbara: “Santa Bárbara bendita que en cielo estás escrita con papel y agua bendita. Santa Bárbara doncella líbranos de la centella y del rayo mal airado”.