La fotografía, ese todo en la vida de Ander Olaizola Apezetxea

Durante una temporada la fotografía le dio de comer. Fue la época en la que trabajó para revistas como Viajes National Geographic, Pirineos, El Semanal... haciendo fotos de gente, “fotos comerciales”, que no terminaban de convencerle. “Era como un trabajo más, como si fuera a una fábrica. Me quemaba con la cámara y no me apetecía hacer este tipo de fotos. Así que decidí dejar las revistas”. Ander Olaizola Apezetxea, de 43 años y de Goizueta, decidió eso y algo más, crucial: que desde entonces trabajaría en lo que le permitiera vivir, no relacionado con la fotografía, y que disfrutaría de ésta todas las horas que pudiera. Y que, por qué no, se lanzaría a publicar libros con sus imágenes, e invertiría el tiempo escribiendo los textos, diseñando las publicaciones, maquetándolas... Ya tiene dos libros, 'Diario de un bosque' (2009) y 'Esencias' (diciembre de 2016). “Hago las fotos que me gustan, voy montando el libro y lo publico”. Mucho tiempo y mucho dinero. Y, a la vez, trabaja en la sidrería de su hermano durante la temporada de sidra, o pintando casas, o como camarero... Un nombre viene a su mente si piensa quién le hizo empezar a hacer fotos de naturaleza y cómo decidió que éstas no iban a convertirse en su trabajo. Es el del fotógrafo abulense José Luis Rodríguez, cuyos artículos mensuales en la revista Natura explicando cómo hacía tal instantánea o tal otra devoraba. “Un primo vivía en Madrid, iba un par de veces al año a Goizueta y me llevaba la revista”. Aún hoy tiene guardados en álbumes aquellos recortes. Con el tiempo, Rodríguez y Olaizola se conocieron. “Hablar con él me hizo reflexionar: me decía que envidiaba que yo pudiera hacer viajes -había estado en la Patagonia, en Alaska...- y él, sin embargo, no podía hacerlos porque vivía de la fotografía. Entendí que lo que más valoro es la libertad, y que, si me quería dedicar a la fotografía o quería vivir de ella, ya no tendría libertad para hacer lo que quisiera”. “Pero no puedes vivir de esto”, dice señalando la foto del reportaje y recordando que necesitó mes y medio hasta lograr la que consideró perfecta. “O vendes cada foto a 1.000 euros, que está claro que no lo vas a hacer, o nada”. Cuando le regalaron su primera cámara, en la Primera Comunión, no es que le apasionara la fotografía. “Lo que me gustaba eran el monte y los animales, así que andaba por allí”, cuenta, y sonríe: “En un pueblo como Goizueta no hay mucho más...”. Con el tiempo, con 14 o 15 años, empezó a llevar aquella cámara al monte para fotografiar lo que veía, un paisaje, algún nido, un animal... Poco a poco. Sin internet, aislado en Goizueta, sin conocer a nadie que hiciera fotos, indagaba como podía. “He aprendido por mi cuenta, practicando”. Recuerda cuando iba con un amigo a San Sebastián en autobús y se quedaba ensimismado visitando tiendas de fotografía y mirando los objetivos y las cámaras que no iba a poder comprarse. “Ahí andaba, soñando”. Hasta que reunió dinero: había estudiado forestal y con la primera paga que tuvo haciendo prácticas -“20.000 pesetas”- se compró una réflex, una Zenit. Tenía 16 años. “¿HAY ALGO MEJOR?” Aquellos años de aprendizaje en solitario y aquellas caminatas por el monte también en solitario han influido para que se dedique a hacer fotos sin compañía. Es a lo que está acostumbrado. Eleva la fotografía a ese “lo es todo”. Su vida. Su prioridad cuando planea viajes. Reconoce incluso que en medio de una conversación con amigos es fácil que su cabeza vuele a cómo hacer tal foto, cuál será el mejor momento para retratar a ese animal... En las paredes de su casa hay fotos de sus viajes a Alaska, tres ya, la primera vez con 22 años. Allí decidió su primera publicación: perdido en aquellos parajes, “feliz”, empezó a evocar “los sitios y rincones de aquí”. Y pensó en un libro con imágenes de los rincones de la zona de Goizueta por donde ha caminado desde pequeño. Regresó con la idea y con el título, Diario de un bosque. Volverá a este estado norteamericano que le ha atraído desde pequeño, desde que leyó la novela 'La llamada de la naturaleza', de Jack London. Y ríe al recordar cómo se enganchó a la serie de televisión 'Doctor en Alaska'. Le llena lo que hace. Lo compara con su trabajo hace 20 años, vendiendo, por ejemplo, reportajes a una revista. “Me pagaban algo más de 200 euros por fotos y texto. Te ibas a Yemen, a Alaska... te gastabas no sé cuánto dinero en el viaje y luego... Hace 20 años y también el año pasado. La diferencia es que, si ahora te niegas, te dicen que detrás de ti hay mucha gente que aceptará: les basta con que se publique su nombre, sin cobrar. Y con esto no puedes competir. Así que me dedico a mis libros y ya está”. Y le llena no solo conseguir la foto, sino buscar los sitios y los animales que fotografiará, ir hasta ellos, montar el equipo... En el caso de la imagen de este reportaje, también el contacto con el alguacil de Arano, con los vecinos del pueblo... “Al principio no sabían que estaba haciendo allí fotos, así que se mosqueaban cuando veían que salía la luz del flash del campanario”. Pero a partir de enterarse empezaron a acercarse para preguntarle qué tal las fotos del día, cuántos ratones había cazado la lechuza... “Aunque no coma de esto, aunque no me paguen por esto, el hecho de vivirlo ya me merece la pena”. Está a su aire, hace lo que quiere, nadie le da directrices y es feliz. “¿Hay algo mejor?”. 15.000 fotos hasta lograr a la lechuza y el ratón Conocía que la lechuza llevaba viviendo en la iglesia de Arano toda la vida. Se lo había comentado el párroco, que le dio permiso para intentarlo con este cárabo. Era 2013, junio, y las visitas de Ander allí se convirtieron en un ritual de lunes a viernes, cuando la iglesia estaba cerrada: el alguacil del pueblo le dejaba la llave escondida en un lugar que conocía Ander, éste entraba, montaba “todo el tinglado de cámaras, flashes y demás” y entregaba la llave al alguacil, que a la mañana siguiente ya había vuelto a dejarla en aquel sitio acordado. Así todos los días. Durante mes y medio. La fotografía está tomada en la parte superior de la iglesia. Cerca del campanario, al que se accede por un altillo, había un pasillo “a punto de derrumbarse” que obligaba a pisar con mucho cuidado debido a varias tablas sueltas. Tras desechar alguna idea de foto, planeó ésta, y con unas barras de andamio montó un equipo de cinco flashes, cámaras y un sensor de movimiento para que saltara al pasar la lechuza y la cámara disparara la foto. “Quería que la lechuza saliera justo en medio y con el ratón donde lo lleva, para que se apreciara delante de la campana, con un fondo negro. Había que ir ajustando sensor y flashes para que destacaran ratón y lechuza”. “Muy maniático”, fue perfeccionando día a día hasta que lo tuvo calculado al milímetro. Y una mañana descubrió que tenía la foto. “Quedó perfecta”. Y algo más: esa noche la pareja de lechuzas había entrado volando con dieciséis ratones, “para sus pollos”. Cada noche su equipo había realizado 500 fotos. Pero por fin tenía la definitiva.

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