Ayerdi, Davalor y las minas enterradas

El caso Davalor ha resucitado por la vía judicial esta semana y de forma sorprendente. Ha originado además varias explosiones en cadena en el entorno del nuevo Ejecutivo de Chivite, que se sacude el caso. Echemos la vista atrás. El consejero Manu Ayerdi, entonces vicepresidente del Ejecutivo cuatripartito de Uxue Barkos, decidió (entre 2015 y 2017) dar varios créditos por 2,6 millones a la empresa Davalor, una firma que había patentado una novedosa máquina para el diagnóstico de enfermedades oculares. El problema es que Davalor había pedido ayuda a Sodena, la sociedad pública de capital riesgo, con el Gobierno regionalista anterior. Pero el consejo y los técnicos de Sodena sólo aceptaron el riesgo de entrar en el proyecto si se cumplían condiciones que lo hicieran viable, entre ellas que el promotor encontrase otros inversores que pusieran 11 millones. No lo hizo y con el cambio del Gobierno, Ayerdi le dio a la empresa la ayuda que pedía pero saltándose todas las garantías técnicas. No contó con los responsables de Sodena y se deshizo del consejo de administración de la sociedad (donde se sentaban prestigiosos empresarios) para poder ejecutar la idea sin cortapisas. Lo hizo pensando que merecía la pena apostar por un proyecto innovador, pero fracasó. Davalor acabó en concurso de acreedores y el dinero público, perdido completamente. UPN presentó este verano una querella contra Ayerdi en el Supremo y éste acaba de admitirla y ha abierto una causa penal contra el todavía consejero que conlleva, seguro, una investigación judicial en toda regla para determinar si esas decisiones son constitutivas o no de un delito. Una decisión kamikaze. Manu Ayerdi, ex líder del PNV en Navarra, tiene una relación fluida con el mundo empresarial, donde, en general, está bien considerado. Es un exdirectivo empresarial, habitualmente sensato y con una visión estratégica sobre los retos económicos del futuro. Pero una sola iniciativa kamikaze le ha colocado ahora al borde de una dimisión obligada, es decir, de estrellar su carrera política contra el portaviones de la realidad. Y no es porque tomara en su día una pésima decisión como consejero, que lo hizo. De esas, por desgracia, puede haber muchas. Ni porque el dinero público se haya perdido, no. De hecho Sodena ha invertido en otras empresas a lo largo de los años que han fracasado, cierto, como se encargan de recordar los nacionalistas errando el tiro completamente. Lo sustancial en este caso no es eso. Es que la inversión fue una decisión personal de Ayerdi, saltándose todos los controles técnicos. Y claro, si acertaba, el mérito era suyo. Pero si se equivocaba, las consecuencias son también una responsabilidad sólo suya. Y por eso serán los jueces quienes tengan que decidir ahora si además de un fracaso económico y un grave error político (evidentes), aquella polémica decisión fue además un hecho delictivo o no. Ese momento no ha llegado todavía, porque ahora es cuando se abre la causa judicial. La caja de pandora. Pero el Supremo, con su toma de postura inicial, ha abierto otra caja de pandora en la política navarra. La de poner sobre la mesa la dimisión del consejero. Una ley aprobada en 2018 e impulsada por el Gobierno Barkos (Geroa Bai, Bildu, Podemos e I-E) señala que deben dimitir los cargos políticos que sean investigados judicialmente por casos de corrupción. Así de claro. El Gobierno de Chivite se enfrentó el lunes, de sopetón, sin esperárselo, a esta realidad. Y se agarró al final a un clavo ardiendo para no ejecutar lo obvio y desoír le petición de la oposición. El de que sus juristas sostienen que, formalmente, este momento no ha llegado todavía. Al día siguiente el propio Ayerdi manifestaba por carta a la presidenta que dimitiría cuando sea formalmente investigado, dejando pudrir el problema al ritmo que marquen los juzgados. Lo más kafkiano de esta situación es, sin embargo, que los socios nacionalistas del Gobierno han obviado en sus palabras sobre el caso Davalor esta ley y sus exigencias, la que ellos mismos promovieron pomposamente antes de ayer para hacer valer su sentido de la ética pública. Vale que no esperaban aplicarla a uno de los suyos, pero suena demasiado descarado pasarla por alto. Eso se llama tener dos varas de medir en la política y quedarse tan panchos. Una ley injusta, las duras y la maduras. Pero todavía faltaba un capítulo más del culebrón. Este periódico publicaba poco después que ha habido en esta legislatura otro caso de un alto cargo del Gobierno de Chivite en una situación como la que exige la ley para ser obligado a cesar. El director general de Administración Local, un cargo socialista, acusado de prevaricación. Sin embargo, no hubo dimisión, con lo que la ley se quedó sin cumplir. ¿Nadie lo advirtió? Misterio gordo. Luego, es cierto, el director general ha quedado absuelto finalmente de la acusación. Y si te he visto no me acuerdo. Ahora, último episodio, la presidenta Chivite se agarra a esta absolución para asegurar que la ley es injusta porque anula la presunción de inocencia. Y es muy posible que tenga razón. Pero ojo, que la aprobó también sin rechistar su propio partido (salió por unanimidad en el Parlamento). Sólo queda ahora una conclusión después de tanto desatino. Que una cosa es predicar a la hora de pontificar sobre la ética de los cargos públicos, y ponerse medallas al hacer una ley, y otra muy distinta es dar trigo. Es decir, aplicar la ley a las duras y a las maduras. ¿Sólo se da cuenta la presidenta de que la ley es injusta cuando le toca a uno de los suyos? ¿O la ley se aprobó sin reflexionar y de cara a la galería? Este debate no ha hecho sino comenzar.

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Opinión de Miguel Ángel Riezu

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